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Lunes, 23 de marzo de 2009 (Actualizado a las 16:27)
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¿Han agotado los Bancos Centrales su munición?

@S. McCoy - 20/03/2009

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Poco a poco la crisis nos va familiarizando con términos que nos eran completamente desconocidos hace tan sólo unos meses. Conceptos como subprime, o el NINJA que da nombre al libro de nuestro joven bloguero Leopoldo Abadía, se han convertido en parte de nuestro vocabulario, anglicismos de traducción más enrevesada que el original y que hemos decidido adoptar en su idioma primigenio. Una coyuntura tan extraordinaria como la actual, está constantemente generando variantes semánticas, nueva terminología que ha venido para quedarse una temporada. Esta semana se ha puesto de moda una denominación adicional: quantitative easing, el último y desesperado intento de los bancos centrales por tratar de activar el flujo de dinero en la economía. Hoy dedicaremos a lo que es un neologismo para la inmensa mayoría, este post de puente que no vean si da pereza escribir.

Para la mayoría de los analistas tanto económicos como financieros, el quantitative easing hace referencia a una actuación de carácter excepcional por parte de las autoridades en virtud de la cual, y toda vez que se han agotado los mecanismos tradicionales de política monetaria como las rebajas de tipos de interés o la relajación del coeficiente de liquidez exigido a las entidades privadas, intervienen directamente en el mercado mediante la compra de valores determinados con el fin de aumentar la oferta monetaria en circulación, abaratar los costes de financiación y procurar una reactivación del crédito. Para algunos autores, como Willem Buiter, no es exactamente así: es verdad que la expansión del balance de los bancos de bancos entraría dentro de la categoría del quantitative easing pero no es menos cierto que, según el perfil de los activos a adquirir, se podría modificar la composición de dicho balance, en cuyo caso entraríamos en lo que él denomina qualitative easing.

Más allá de esa disquisición teórica, que a día de hoy y a los efectos que nos ocupan resulta irrelevante, lo cierto es que tanto el Banco de Inglaterra como la Reserva Federal han decidido tirar por la calle de en medio y seguir quemando unos cartuchos que, al menos desde un punto de vista formal y en la medida en que los respectivos tesoros les permitan seguir engordando sus activos, pueden prender indefinidamente. The sky is the limit, a costa eso sí de depreciar el valor del dinero en circulación, que es fiducario, esto es: basado en la confianza en que el emisor atenderá su pago, y sembrar dudas sobre el advenimiento futuro de una inflación disparada como consecuencia de la superabundancia de liquidez. Prueba de ello es la reacción inmediata de los distintos mercados al anuncio de medidas de este corte: caída de la rentabilidad de los bonos (a más precio, menos retorno); subida fulgurante de las materias primas (anticipando la subida de los precios); debilidad de la moneda afectada (por incertidumbre sobre su valor que se refleja igualmente en el rebote del oro).

Si Estados Unidos ha comprometido el equivalente al 80% del Producto Interior Bruto español en recomprar deuda soberana a dos y diez años (300.000 millones de dólares), en hacerse con activos hipotecarios (750.000) y en liberar parte de los compromisos de pago de Fannie Mae y Freddie Mac (100.000), pese a que el dinero en manos del sistema en aquél país viene creciendo a un ritmo del 15% interanual desde septiembre sin resultados visibles sobre su economía, y el Banco de Japón ha decidido ampliar sus compras mensuales de deuda de 11.000 a 14.000 millones de euros mensuales en medio de la mayor contracción de PIB de su historia moderna, superior al 12%, Reino Unido ha ido más allá al señalar que adquirirá uno de cada cinco activos públicos de renta fija en los próximos tres meses en un importe que, más allá de los beneficios que del ahorro en el pago de intereses puede suponer, implica comprometer dos veces el volumen monetario actualmente en circulación.  Como señalaba recientemente Edward Chancellor en el FT, cualquier intento futuro de reducir de forma ordenada una burbuja de tal dimensión parece a primera vista imposible.

Todavía si sirviera para algo, un esfuerzo de este calibre estaría justificado ante la gravedad de la situación actual. Pero servidor se une a las voces de los que piensan que se trata de una medida precipitada que el tiempo probará, de nuevo, inefectiva. Básicamente porque vuelve a perder el foco de donde realmente se encuentra el meollo de la crisis actual que es, precisamente, en la sobreabundancia de crédito consecuencia, precisamente también, de la laxa política monetaria de principios de este siglo. Una montaña de deudas que hay que repagar. Si a ellos unimos la incertidumbre sobre el valor real de su riqueza y la estabilidad laboral que tiene el ciudadano medio, sus dudas sobre la viabilidad del sistema y los anormales, por bajos, niveles de ahorro acumulado en las economías desarrolladas a lo largo de los últimos ejercicios la trampa de liquidez está servida. So Sorry.

El dinero abunda pero no circula lo que, a su vez, incide en el impacto de los ambiciosos planes de política fiscal, reduciendo notablemente el valor del multiplicador de la inversión pública sobre la iniciativa privada. El círculo vicioso se cierra con el temor popular a tener que pagar mañana vía impuestos los dispendios estatales del hoy, lo que puede incidir aún más en la voluntad de acaparar dinero de particulares y empresas y en su falta de respuesta al quantitative easing. En un entorno como el descrito, la amenaza inflacionaria pierde automáticamente fuelle toda vez que no hay visos inmediatos de reactivación del consumo y la actividad crediticia. Pero es que, aunque así fuera, el aumento de demanda requeriría para su concreción de una oferta productiva ajustada. Y tal y como se puede constatar en esta interesante pieza del WSJ, Fed feels pressure from excess capacity in US economy, se trata de una posibilidad muy alejada actualmente de la realidad.

Si aceptamos como válida la comparativa con la Gran Depresión del 29, por lo que a la quiebra del sistema financiero se refiere, podemos concluir con James K. Galbraith, hijo de J.K. Galbraith,  que en una situación como la actual, y ante la escasez de recursos administrados, el valor de los errores derivados de las iniciativas gubernamentales es sustancialmente superior al efecto inmediato de sus aciertos, la osadía en el tratamiento de las cuestiones no es incompatible con la prudencia a la hora de medir sus efectos y las situaciones críticas de largo plazo no pueden ser abordadas desde la perentoriedad de las prisas a corto. Un artículo sensacional publicado en el Washington Monthly cuya lectura les recomiendo. Desgraciadamente el juicio sobre el quantitative easing no parece superar los tres elementos de juicio que acabamos de pronunciar. O si no, pregúntense conmigo: si esto no funciona, ¿qué queda para después?

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Experto financiero que escribe Valor Añadido. Es un incisivo analista que despertó el interés de nuestros lectores con sus brillantes y didácticos artículos sobre empresas, sectores y tendencias del mercado.

 

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