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Mi amigo está hoy un poco acomplejado. Con complejo de superioridad. Dice que no sabe si todo el mundo se ha vuelto loco a la vez o es que él es el más listo de San Quirico y alrededores.

Como de geografía me parece que no anda muy fuerte, llama “alrededores” a sitios que están a muchos miles de kilómetros.

Lee los periódicos y me dice: “¿Puede ser posible que yo sea más inteligente que Fulano (y aquí va un nombre de resonancia mundial) y que Mengano (aquí va un nombre de resonancia nacional) y que Zutano (aquí va un nombre de resonancia empresarial)?

Porque veo lo que dicen y, a primera vista, me parecen sandeces. Lo que pasa es que luego lo pienso y, a segunda vista,  me parecen estupideces.  Y no quiero leer por tercera vez esas cosas, porque temo que me van a parecer imbecilidades”.

Me acuerdo de la Megui. A los 14 años (eran otros tiempos), entró a trabajar como sirvienta en casa de mi abuelo, que era viudo, y de mis tías, que vivían con él. Parece que hubo un tira y afloja porque ella quería cobrar 25 pesetas (0,15 euros) al mes y mis tías sólo le querían dar 20 (0.12). Gracias a Dios, aceptaron por fin las 25 pesetas y la Megui entró. (Los mayores recordáis que, antes, 5 pesetas era un duro. No sabéis las gracias que he dado a Dios porque mis tías y mi abuelo aceptasen el duro. No he visto en mi vida un dinero mejor amortizado.)

Os tengo que decir que, cuando llegó, se llamaba Margarita, y así se llamó durante muchos años. Lo de la Megui vino después de que mis padres la heredasen y la heredásemos nosotros. (Por cierto, ¡bendita herencia!)

Al llegar a nuestra casa, nos dio por la sofisticación y, entre mis hijos y yo, le cambiamos el nombre. Desde aquel día, fue “la  Megui”. A ella le hacía mucha gracia y nos decía: “Así me llamaba una tía que tenía en Francia”.

La Megui fue la abuela de nuestra familia. A mi mujer y a mí nos habló siempre de tú, y nosotros le hablamos siempre de usted, porque tenía tal calidad humana que siempre la consideramos muy superior a nosotros.

Era la persona con más sentido común que he visto en mi vida. Mi amigo de San Quirico la conocía y me dice que la echa mucho en falta, sobre todo cuando lee esas cosas que él califica con palabras cada vez más gruesas.

La Megui nunca aprendió a leer y a escribir. Cuatro  generaciones de Abadías fracasamos en el intento. Pero, de vez en cuando, y especialmente ahora, con mucha frecuencia, pienso: “¿De qué les  valen los estudios -si los tienen- a estos que salen en los periódicos y que hablan de política, de economía, de temas religiosos, de temas sociales, si hablan, hablan, hablan y no aciertan ni una? ¿No sería hora de que hiciéramos una colecta nacional, y, si me apuráis, europea, y, si me apuráis, mundial, para pagarles una espléndida jubilación con el compromiso por su parte de no volver a hablar nunca?”

Mi mujer, nuestros hijos y nuestros amigos nos acordamos mucho de la Megui. Falleció en nuestra casa, a los 86 años, bien atendida en todos los aspectos, bien acompañada, rodeada de todo el cariño que ella había derrochado con nosotros. Y ella también nos dejó una herencia importante: el sentido común. Herencia que, a veces, no se nos nota, pero que procuramos mantener.

Cuando oía alguna noticia de éstas que aparecen en los periódicos o en la radio o en la tele, la Megui me miraba, sonreía con picardía y me decía: “Las tontadas  de Madrid”.

Nunca supe de dónde había sacado ese calificativo. Nunca estuvo en Madrid ni nadie de Madrid le molestó. Yo creo que “las tontadas de Madrid” era, para ella, un nombre genérico.

Mi amigo Juan Antonio, en Boston, me preguntó si sabía cómo se decía en inglés “¡Achanta la mui, y date el piro!”. A mí, aquello me parecía una mezcla de caló y una cierta chulería y, además, tampoco sabía a qué venía aquel trabajo de investigación filológica ni qué tenía que ver con lo que teníamos que hacer en Harvard.

Antes de informaros de cómo se dice en inglés esa frase, porque supongo que tampoco lo sabéis, me vais a permitir que haga una dedicatoria, el equivalente al “¿puedo saludar?”, que a veces se oye por la radio.

Pues la hago:

“Politiquillos de un color  y de otro, y de otro, y de otro, banquerillos, juececillos, hombrecitos de empresa juguetones, teologuetes:

“Shut up and get out!”

Que así se dice en inglés lo que Juan Antonio me preguntó aquella tarde. (Y que se pronuncia “shotap end guet aut”, por si no habéis estado en Harvard y lo queréis empezar a utilizar).

Hoy he hablado demasiado. Mi amigo de San Quirico no ha tomado notas. Me mira con cara de agradecimiento, dice que él paga el desayuno y concluye: “Me has confirmado mi complejo de superioridad. ¡Gracias! Nunca te lo había dicho: siempre quise ser como la Megui”.

Nos despedimos. Le veo irse. Y pienso: “Yo también”.

http://www.leopoldoabadia.com

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@Leopoldo Abadía

Leopoldo Abadía es un chaval de 75 años, 12 hijos y 36 nietos, ex profesor del IESE y presidente del Grupo Sonnenfeld, que asegura no saber nada de economía pero que ha puesto en claro la mejor explicación en castellano sobre la crisis subprime.
A partir de ahí, para su sorpresa, miles de personas de todo el mundo consultan diariamente su blog. Desde su atalaya de San Quirico, aporta una voz independiente sobre la complicada realidad económica y social actual. Sin más pretensiones.

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