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Crisis inmobiliaria: ojalá fueran sólo 300.000 millones

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@S. McCoy - 31/03/2008 06:00h

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Resulta cuando menos censurable la caída del guindo que está viviendo una parte de la dormida sociedad española en relación con la crisis del ladrillo que asola esta patria hispana que nos contempla de norte a sur, este a oeste. Y resulta censurable por la candidez que demuestra y que ya se puso de manifiesto en esta misma columna hace unos cuantos meses: los mensajes tranquilizadores sobre el sector procedían de quienes no eran sino arte y parte del mismo, gente, decíamos entonces, con los que nadie, salvo interés compartido, se iría a tomar una caña sin poner antes a buen recaudo su cartera: la administración pública, las entidades financieras y los propios promotores. Bastaba tomar un poco de distancia para ver que todo lo que acompañaba el discurso oficial se caía por su propio peso.

Ni los factores demográficos, ni las nuevas realidades sociales podían quebrar el absurdo primero y principal que ha derivado en la situación actual: es imposible, en cualquier industria, que los precios suban indefinidamente a la vez que la producción (en este caso de casas) se incrementa geométricamente. No se sostiene. Y es que llega un momento en que no hay, no puede haber, tantos compradores a tan elevado coste y, por supuesto, aún menos dentro de los grupos que, teóricamente, habían de tomar el relevo: inmigrantes, familias monoparentales y segunda vivienda. Algunos, increíblemente los más, vívían un sueño demasiado plácido que sólo podía tener este despertar. Lo que debía de ser su problema, mal que nos pese, se ha convertido en un cáncer colectivo. A ver cómo lo curamos.

Va a costar. Porque las consecuencias de la situación inmobiliaria actual afectan a amplios sectores de la sociedad española, pública y privada, que habían hecho del ladrillo, directa e indirectamente, su modo de vida, base de su supervivencia. La ya de por sí endeudada administración regional ve peligrar sus presupuestos como consecuencia de la caída en la recaudación impositiva. Pero su panorama es un chiste comparado con lo que puede ocurrir con los ayuntamientos, muchos de los cuales están en quiebra técnica. Son numerosos los compromisos de urbanismo adquiridos durante la burbuja para los que sólo hay ahora ciudadanos fantasmas. Y no hay compradores para unas licencias municipales que ya no llevan aparejada, por prudencia, la inmediata promoción de viviendas. Cuidado,por tanto, con el empleo público. El sector financiero está como está y, pese a que las recomendaciones del Banco de España han ayudado a una parte importante de las entidades, habrá sorpresas. El corporativismo, especialmente en el mundo de las cajas, va a conducir a fusiones, en algunos casos, difíciles de entender desde una lógica distinta a la de la búsqueda de la supervivencia. Ni Extremadura ni el País Vasco serán los primeros en mover pieza. Adiós a las pequeñas cajas catalanas.

Pero administración pública y banca, tomada en general, no son, junto con los promotores, los únicos afectados por la situación actual. Tomen las industrias auxiliares de la construcción, muchas de las cuales habían redimensionado su actividad para adecuarla a lo que creían era una nueva estructura de mercado. Es verdad que algunos de sus miembros han hecho bien los deberes y disfrutan de un fuerte componente exportador. Pero no es la regla general y, además, parte de los mercados exteriores están en similar coyuntura a la española, lo que tampoco ayuda. El reajuste en algunas regiones empieza a ser dramático. Y lo mismo ocurre con el sector de las agencias inmobiliarias donde predominan los franquiciados, empresarios en pequeña escala, que están viviendo cómo las ventas no compensan unos costes fijos que, en el cenit de la burbuja, parecían fácilmente asumibles. Unos gastos que, a su vez, se veían entonces afectados por la inflación que, la aparentemente milagrosa realidad anterior, producía en todo lo que tocaba (locales y personal). Por último, y en menor medida, se encuentra el sector servicios en una doble dimensión: la de aquellos que dejan de pernoctar y comer fuera por estar vinculados de un modo u otro al inmobiliario y los de aquellos que se encargaban de traer extranjeros a España para venderles el chalet con vistas al mar y al golf.

Pensar que el impacto agregado de la crisis se circunscribe al dinero que las promotoras deben a las entidades bancarias, 300.000 millones o un 30% del P.I.B según el Banco de España, está bien pero es irreal. Desgraciadamente, peca por defecto. La realidad es mucho más grave y amenaza con condenar a este país, y más dentro del corsé que supone la Unión Monetaria, a una perspectiva más complicada de lo que asumen los más optimistas. Cuando una empresa inmobiliaria con 2.500 viviendas en cartera o producción, diversificada tanto geográficamente como por segmentos de mercado, apenas vende 20 al mes, le esperan, si no entra en concurso antes, nueve años para limpiar su porfolio. No hay apalancamiento que soporte esto. No le pidan que reactive su negocio. Bastante tiene con sobrevivir. Y con él la administración local y regional, las cajas, la industria auxiliar y de servicios y el conjunto de la economía. Casi nada. Mala forma de empezar una semana desde la nueva sede de El Confidencial en la que les deseo todo lo mejor.

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@S. McCoy

Experto financiero que escribe Valor Añadido. Es un incisivo analista que despertó el interés de nuestros lectores con sus brillantes y didácticos artículos sobre empresas, sectores y tendencias del mercado.

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